Por lo que toca a la apariencia, el tiempo tampoco trata a todo el mundo igual. Con unos humanos se muestra despiadado; y, de un modo opuesto, a otros parece mimar. Conozco a algún sujeto que de joven era la insulsez personificada y ahora resulta muy atractivo. Con ese encanto carente de explicitud y sobrado de indicios que da la experiencia; el de las cualidades imaginadas y los conocimientos supuestos…
Asimismo, sé de criaturas a las que la edad parece haberles quitado todo el sex appeal que presentaban. Seres que en la mocedad fulgían y que hoy surgen adocenados. Figuras que seducían y que ya no lo hacen. Magia que la vida se llevó…
Las sombras del cementerio nunca nos atraparon. Pero la adolescencia sí que nos alcanzó; y, cuando lo hizo, nos despojó del candor infantil…
En mi niñez, los chiquillos y las chiquillas de la calle jugábamos a las mismas cosas. Quizá ellos se abstenían de saltar a la comba y nosotras de empujar las canicas con el dedo; mas las otras diversiones nos entretenían de manera igual. Además, ningún crío se quedaba fuera del esparcimiento. Todos juntos, en pelotón, cual manada de traviesos canijos, nos dejábamos caer por los montículos de escobajo; explorábamos las cuevas en las que se cultivaba champiñón; e, interceptando la luz, proyectábamos nuestras figuras sobre las paredes de los zaguanes…
Sin embargo, la aventura más apasionante de todas las que emprendíamos era la excursión al cementerio la antevíspera de Todos los Santos. Entonces sí que experimentábamos miedo de verdad… Íbamos al anochecer; con la intención de desafiar a las sombras de los muertos que en ese momento deambulaban por allí. Después, una vez hecha la provocación, volvíamos corriendo a la villa con ellas persiguiéndonos de cerca. Aunque las imágenes espectrales, acaso por ser etéreas, jamás lograron cogernos…
La que sí consiguió atraparnos fue la adolescencia. En el tiempo en que llegó, abandonamos la costumbre de entrar en las grutas de hongos; también de tirarnos por los cerrillos de raspas… Y los fantasmas del camposanto dejaron de interesarnos…
En esos instantes, los que volaban detrás de nosotras eran nuestros compañeros de juegos; empero no con el ánimo de darnos empujones, sino de agarrarnos con los brazos. La actitud de unos y otros cambió; nos empezamos a ver de modo diferente…
Algunos piensan que es capricho; ganas de significarme… Pero la realidad es que padezco una fobia a ser retratada que no puedo controlar. Ver una cámara delante de mí me provoca una angustia indecible; una zozobra que sólo pueden entender los que la sufren… un tormento que me lleva a no dejarme fotografiar. En ciertas situaciones comprometidas he intentado sobreponerme. Para no desentonar y/o no ofender a los que querían que posara con ellos, he procurado autoconvencerme de lo irracional de mi comportamiento obsesivo; sin embargo, aun sabiéndolo absurdo, no lo he podido cambiar…
Esta aversión a que un aparato obtenga mi imagen y los demás la puedan ver me ha conducido a tesituras muy pintorescas. En una ocasión en que después de una comida de hermandad apareció un operador dispuesto a disparar su máquina, lo primero que se me ocurrió (¡e hice!) fue coger el mantel de la mesa y cubrirme con él…
Eso muy allá de que he trabajado con mi imagen como Tatuadora y modelo webcam, el cerebro humano es extraño, tan extraño que ni la muerte lo observa y al morir quedamos solo en huesos y como nos recuerdan nuestros seres queridos, eso representa este tatuaje el paso a la muerte con las pequeñas acciones que nos representan en vida